¿Cuántas veces hemos leído o escuchado que debemos controlar las emociones? Como si fuesen bichos extraños, ajenos a esos seres racionales que somos nosotros.
Decía Platón que las emociones son caballos desbocados que debemos aplastar.
Y pasaron muchos siglos y llegó Descartes con su “Pienso luego existo”, el racionalismo invadió totalmente la cultura occidental y se dejaron las emociones para los melodramas, ahora el deporte, y punto.
Enterrar las emociones no sólo no funciona sino que empeora la situación. Lo que se conoce y acepta se puede transformar, lo que se niega persiste.
Dice el maravilloso psicólogo Les Greenberg que “no puedes irte de dónde no has llegado” y también que “para transformar emociones dolorosas hay que sentirlas”. Vale la pena leer sus numerosas publicaciones, en muchas propone ejercicios para realizar uno mismo.
Quizás por haberse desarrollado, desde el punto de vista evolutivo, como un mecanismo biológico de supervivencia, rápido y automático, existen más emociones no placenteras (miedo, tristeza, ira, asco, vergüenza) que placenteras (alegría, sorpresa, erotismo). Incluso, para algunas personas, la sorpresa también puede ser experimentada como algo desagradable.
Greenberg rescata el papel de las emociones como parte de un sistema primario de señales que nos permite orientarnos en el mundo, nos prepara para la acción y nos aporta información fundamental sobre lo que tiene valor para nosotros. Además, las emociones ocupan un lugar central en uno de los procesos más característicos de la especie humana: la construcción de significado. No solo vivimos experiencias, sino que nos afanamos en dar un sentido a lo que ocurre, en el mundo y en nuestro interior. Resalta Greenberg:
“Las emociones, cuando son adaptativas, son grandes amigas, pero si las experimentamos de forma desadaptativa, pueden convertirse en poderosos demonios”.
Sentir miedo ante un peligro inminente y reaccionar rápidamente, puede salvarnos la vida. Vivir con miedo, aterrorizados ante peligros imaginarios o de poca monta, es la puerta de entrada a diversos trastornos mentales. Enfadarnos legítimamente por haber sufrido un daño, es una respuesta normal y saludable. Sentir ira ante la situación más nimia puede convertir nuestra vida, y la de los otros cercanos, en un infierno.
Un aprendizaje que sería conveniente tener desde la infancia es el de sentirnos cómodos con nuestras emociones: si estamos tristes, estamos tristes. Si estamos enfadados, estamos enfadados.
El problema viene cuando enmascaramos nuestra rabia o nuestra tristeza y pretendemos convertirlas en lo que no son. El miedo, una vez mirado y trabajado puede convertirse en un enfado que empodere a la persona.
Básicamente, algunos de los consejos que nos da Greenberg para dejar de estar a merced de las emociones sin saberlo son:
· Aprender a estar atentos a las emociones (atender, sin miedo, a su manifestación en el cuerpo).
· Ser curiosos y pacientes con las emociones; dejarlas estar en nosotros, no salir corriendo.
· Hablar de ellas (nombrarlas) y mostrar la emoción que en verdad sentimos (ser congruentes). Si algo nos molesta es preferible no expresarlo con una sonrisa.
· En lugar de rechazarla o encubrirla, darle la bienvenida a la emoción y escucharla. ¿Qué me dice esta rabia que siento? ¿De qué carencia habla esta tristeza?